lunes, 29 de febrero de 2016

Los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras

DEBES SABERLO pastoreen el rebaño que Dios les ha dado, velando por él, no por obligación, sino voluntariamente, como quiere Dios; no por la avaricia del dinero, sino con sincero deseo. 1Pedro 5:2

INFORMACIÓN
Entra al Desierto para sentir La Presencia de Dios
El desierto
En el frío momento previo al amanecer de un lunes bajé a nuestro sótano a medio terminar, donde tenía un pequeño estudio. Como pastor de una congregación en Maryland, tenía la responsabilidad de escribir el boletín mensual de la iglesia, y disfrutaba mucho de hacerlo. Necesitaba dirigirme a la congregación y a mí mismo. Durante esa semana, mi vida había experimentado una transformación.
Boletín de la Iglesia Bautista Berwyn
29 de enero de 2013.
“Dame los dos caramelos”.
“No quiero”.
Joe Hammond acababa de darme un trozo de caramelo de menta, el mismo gesto que había repetido después de cada servicio en la iglesia durante tanto tiempo como yo podía recordar. Ben, de casi tres años, y mi hija Lauren, observaban mientras lo hacía. Como padre de dos niños, entendía lo que significaba el compromiso de tener un trozo de caramelo imposible de compartir. Doris Stough también vio la escena y de buena gana agregó otro caramelo de menta que tenía en su cartera. Mis hijos y yo regresamos hacia mi oficina. Coloqué mi Biblia y los caramelos sobre el escritorio de la entrada y comencé a ocuparme de algunos asuntos en otra habitación. Cuando regresé, Lauren había tomado los dos caramelos.

“Dame los dos caramelos”, le dije.
“No quiero, papá”, respondió.
“Lauren, esos dos caramelos son míos. No son tuyos hasta que te los dé. Tal vez te dé uno o ambos, o tal vez no, pero a mí me corresponde decidir si te los doy o no. Dame los dos caramelos”.

Lauren obedeció de mala gana. Creo que ella esperaba que, puesto que me los había entregado, se los devolvería de inmediato. En esta oportunidad, cerré la mano y le dije que hablaríamos del tema de regreso a casa. 

Como padres, Betsy y yo no queremos que nuestros hijos tomen lo que no se les ha dado ni que sean insolentes. Queremos que los regalos sean sorpresas agradables, que no los perciban como un derecho garantizado de la vida. Queremos que nuestros hijos aprendan que un regalo es eso: un regalo, algo que podemos apreciar pero no exigir. También queremos que aprendan la importancia de esperar; no todo lo que deseamos ocurre de la manera que esperamos o tan rápido como quisiéramos.

Esta anécdota ocurrió el miércoles pasado, 24 de enero, después del culto vespertino. No me imaginaba que aquello que intentaba enseñar a nuestros hijos sería la misma lección que tendríamos que aprender Betsy y yo cuando pocas horas más tarde nuestro Padre Celestial requiriera de nosotros un acto de obediencia. Esa noche, durante el culto, habíamos compartido con los concurrentes las dificultades que tenía Betsy con su embarazo. 

Esos problemas habían sido diagnosticados el día anterior, y después de recibir el consuelo del amor y la comprensión de aquellos queridos amigos, nos aturdió el estupor: inesperadamente, esa misma noche, Betsy comenzó a tener contracciones. Corrimos al hospital a medianoche, conscientes de que el pronóstico no era bueno para las gemelas que llevaba en su vientre. Igual que Lauren, nuestra hija, mi reacción fue negativa. Aun cuando en el hospital nos dijeron que los bebés no vivirían, en lo profundo de mi ser tenía la expectativa de que, si entregaba las niñas a Dios, él me las devolvería. 

Mantuve la esperanza de que surgiera alguna alternativa, hasta que las enfermeras envolvieron delicadamente al primer cuerpito sin vida y se lo llevaron, y luego repitieron el proceso con el segundo. Solo después de que la enfermera caminó por el pasillo y dobló al final, y nuestro segundo bebé quedó fuera de nuestra vista para siempre, tomé plena conciencia de que ésta era una de esas ocasiones en las que Dios había cerrado la mano y no iba a entregarnos lo que tenía en ella.

En realidad, no fuimos Betsy y yo quienes pusimos a nuestras niñas en las manos de Dios. Él lo había hecho. Solo nos quedaba aceptar lo que él había decidido en su soberana sabiduría. Nuestro acto de entregar en sus manos a las gemelas tuvo lugar después que reconocimos que Dios es Dios, y que él es bueno. Si a él le parecía mejor que las niñas estuvieran con él en su hogar eterno, entonces confiaríamos su cuidado al Padre Celestial. Esta es la piedra angular de nuestra esperanza y confianza en Jesucristo.

Unas horas antes yo le había explicado a Lauren cuánto la amábamos, y que deseábamos lo mejor para ella. Le había explicado que el hecho de darle o no el caramelo no era una medida de nuestro amor hacia ella. Probablemente esas palabras habían sido pronunciadas más para mi propio bien que para el de la pequeña de cuatro años. Una vez más, el Señor estaba aplicando a mi vida la enseñanza que acababa de dar. 

El amor de Dios por sus hijos no solo está declarado en las Escrituras sino demostrado de manera suprema en la muerte vicaria de su Hijo, Jesús. Más aun, Dios sabía antes que nosotros lo que significaba presenciar la muerte de su propio Hijo, aunque hubiera podido intervenir para evitarlo. Dios nos ha demostrado su amor no solo al hacernos sus hijos, sino en una infinidad de maneras, cada día de nuestra existencia. Su amor hacia nosotros, y hacia las gemelas, no depende de que ellas entren en nuestro hogar o en el suyo.

“Deja a las dos en Mis manos”.
“Ya lo hicimos, Señor, y te damos gracias porque tú las cuidas”.
Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él. Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras.
1ra. Tesalonicenses 4:13–18
Que el Señor los bendiga. Recibimos de ustedes consuelo y bendición.
Su hermano en el Señor,
Greg
Ese era el final. Que mueran uno o más hijos no se puede vivir como algo natural. No puedo compararlo con nada. He descubierto que aunque uno puede volver a disfrutar de la vida, la pérdida nunca se supera por completo. En lo más profundo del corazón siempre habrá un hueco. No entiendo cómo alguien pueda soportar la muerte de un hijo si no tiene el sostén del amor de Cristo. Mucha gente lo logra, pero no llego a entender cómo.

Nadie sabe qué decir cuando muere el hijo de otro, y en particular cuando el que está de duelo es el pastor. Escribí a la iglesia en un intento de poner la muerte de las gemelas bajo una perspectiva adecuada, y como dije antes, me dirigí tanto a ellos como a mí mismo. Creía sinceramente lo que escribía, y lo sostengo hoy. Nada ha cambiado.

Había ingresado a la comunidad cada vez más numerosa de los que sufren y hacen duelo. Había estado allí pocas veces pero nunca en ese nivel. No es un ámbito en el que uno entra voluntariamente. Sin embargo, en medio del dolor abrumador, el sostén y el amor de Dios se hicieron evidentes de una manera hasta entonces desconocida para mí. Aunque la muerte de las gemelas fue el dolor más grande que había vivido, no superaba la firmeza del sostén de Dios. Mi vida transcurría en medio de una mezcla de dolor y de gracia, de duelo y de paz, de angustia y de esperanza. Y nunca me sentí tan infinitamente amado por Dios como en aquel período.

Había logrado sobrevivir la prueba o, más exactamente, Dios me había sostenido durante la tormenta. Yo esperaba continuar tanto con mi vida como con mi ministerio. Pocos meses después dejé aquella congregación en Maryland y nos mudamos a Carolina del Norte. 

Mi hermano había construido una casa para nosotros, y lo había hecho considerando que al nacer las bebitas íbamos a ser una familia de seis personas. Firmamos el contrato por la casa un lunes; las niñas murieron tres días más tarde. No lo entendíamos, pero sabíamos que no era una broma de mal gusto de Dios. Mientras pastoreaba la iglesia, también me desempeñaba como profesor en el instituto bíblico Washington Bible College. Después de la muerte de nuestras hijas, continué enseñando, y viajaba desde Carolina del Norte los jueves por la noche, regresando a casa para la cena del viernes.

Casi dos años más tarde se agregó un capítulo, cuando me encontré con el hermano mellizo del duelo: el sufrimiento. Había terminado de dictar un curso de verano de dos semanas, y regresaba a casa con muchos planes para el comienzo de las vacaciones. Tuvimos que cambiar los planes. Me desperté al día siguiente y literalmente caí de bruces. 

Apenas logré caminar, con mucho esfuerzo. Yo había practicado atletismo toda la vida, y pensé que tal vez tenía una lesión leve como consecuencia de haber estado trotando el día anterior. El único síntoma visible era una pequeña mancha roja del tamaño de una arveja en la base del dedo gordo del pie derecho. Sin embargo, mi estado empeoró rápidamente. 

El pie derecho se hinchó y se puso de color morado negro. Pasé casi una semana en el hospital mientras los médicos realizaban innumerables estudios y procedimientos, procurando identificar el origen de esos síntomas. Mientras tanto, el misterioso invasor avanzaba por mi cuerpo: ambos pies, ambos tobillos, rodilla derecha, cadera, muñeca izquierda, algunos dedos, y hasta la mandíbula. La inflamación generalizada y el dolor intenso iban en aumento a medida que el desconocido agresor invadía cada parte de mi cuerpo. Después de un largo proceso de descarte, los médicos determinaron que se trataba de una severa artritis reumatoidea. Sería más exacto decir que la artritis “me tenía a mí”, no que yo tenía artritis.

Quedé prácticamente inválido durante tres meses y seguí con discapacidad durante siete más. Eventualmente pude comenzar a caminar con bastón. Alrededor de un año más tarde comencé a calzarme sin sufrir dolores. 

Durante las primeras etapas de la artritis conocí una nueva definición de los grados del dolor físico, ya que mi condición empeoró día tras día por un tiempo después de salir del hospital. El cuadro se volvió tan severo que no podía estar en cama; la única posición “cómoda” la encontraba en un sillón de la planta baja. El dolor no se mantenía en un nivel constante: tenía momentos intensos y en otros descendía. Por alguna razón el dolor más severo me atacaba alrededor de las cuatro de la mañana. Comenzaba a sentir latidos, que se intensificaban hasta el delirio, y luego descendían en forma gradual hasta desaparecer, unas cuatro horas más tarde. 

Durante el ataque, la sensación era como si me rompieran los huesos, cada quince segundos, y me sentía tan invadido por el dolor que era imposible definir qué parte dolía: yo dolía. En algunas ocasiones los medicamentos lograban controlarlo; en otras no. Transpiraba profusamente, perdía y recuperaba la conciencia, sin darme cuenta si la había perdido, ni por cuánto tiempo. Me dejaba caer en una silla o en el suelo, agradecido de que mis hijos durmieran en la planta alta y no me vieran en ese estado. 

En ese momento tenían seis y cinco años. Sabían que su papá estaba enfermo, pero no percibían la gravedad. Cuando terminaban los latidos, pasaba el resto del día intentando caminar, con la sensación de que en ambos pies se hubieran roto varios huesos. Al principio me llevaba cuatro o cinco horas “relajarme”. Pronto llegaría la noche y la batalla comenzaría nuevamente. Esta fue mi rutina durante meses.

Comencé a preguntarme si alguna vez podría volver a caminar y mantenerme de pie. Sin embargo, por extraño que parezca, si bien en este momento mi condición ha mejorado mucho, nunca llegué a preocuparme extremadamente. Como con la muerte de las gemelas, tenía la certeza de la presencia y de la paz del Señor. Sabía que él estaba al tanto de mi persona y de mi enfermedad. También sabía que el cuadro inicial de la artritis había sido en mi caso excepcionalmente severo, por lo cual me imaginaba que debía ser parte del plan de Dios para mi vida. Lo que más deseaba era volver a predicar. 

Extrañaba la aventura de explorar en profundidad la Palabra de Dios cada semana, y la alegría indescriptible de observar la manera en que Dios la aplicaba primero a mi vida y luego a la de otros. No se trata de que uno pueda negociar con Dios, pero le dije que, si tenía que elegir entre volver a caminar y volver a predicar, elegiría lo segundo. Dicho de otra manera, prefería predicar aunque sufriera de artritis, que caminar normalmente pero no predicar. No digo esto como una expresión de alarde; solo era el deseo de mi corazón, y fue Dios quien lo puso allí.

Estaba experimentando una dosis combinada de duelo y sufrimiento, pero en mi interior sabía que estábamos honrando a Dios. Confiaba plenamente en él respecto a mi próxima designación ministerial. Considerando que Dios había bendecido de manera maravillosa mis desempeños anteriores, y dado que habíamos sido probados por fuego, esperaba un ministerio más amplio.

En realidad, ocurrió exactamente lo contrario. En lugar de que las pruebas y el sufrimiento terminaran, se intensificaron cuando de manera inesperada encontré el desierto. El desierto es un territorio que no conocía. Sin embargo, comencé a descubrirlo. Mi primer paso en el proceso de aprendizaje tuvo lugar cuando escuché una canción de Michael Card titulada “In the Wilderness” (“En el desierto”). Su canción expresaba perfectamente lo que yo sentía. Antes de ese momento, percibía el desierto como un lugar mencionado en la Biblia, por ejemplo el sitio donde Satanás tentó a Jesús. 

Ahora sé, a partir de estudios posteriores, que “En el desierto” es la manera en que muchos denominan al libro de Números, tomando en cuenta la cuarta palabra de la Biblia hebrea. “En el desierto” es una descripción mucho más expresiva que la designación un tanto neutra de Números. Ahora entiendo mucho más que antes de qué se trata el desierto.

No es tanto un lugar como un estado. Aun así, es notablemente real. Con frecuencia buscamos estar en la presencia de Dios, alejados de las distracciones y problemas de la vida cotidiana. A esto le llamamos retiro espiritual, o comunión con Dios. Lo que convierte al desierto en un desierto es la sensación de la ausencia de Dios. 

Es esa desconcertante situación de pasar de la luz espiritual a la oscuridad espiritual, y con frecuencia darse cuenta recién cuando uno está rodeado por la niebla. Yo había enseñado y pastoreado durante más de diez años, y tengo plena seguridad de que nada, nada puede separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús. 

Aunque entiendo y reconozco que soy un pecador salvado por gracia, y que hay muchas áreas de mi vida cristiana que no llegan al nivel que Dios espera, sin embargo yo buscaba sinceramente a Dios y procuraba servirle. No era un Jonás; era un Pablo. Pero esta situación era diferente a cualquier otra en la que me hubiera encontrado antes. Por alguna razón que me era desconocida, durante casi ocho meses fue como si Dios no deseara tener más comunión conmigo. 

Me sentía como si un amigo íntimo se hubiera enojado y me hubiera tachado de su lista, pero sin explicarme las razones. El desierto es una condición extremadamente dolorosa, y extremadamente solitaria. No hace falta estar preso, aislado, o bajo persecución. Quizás la familia y los amigos nos rodean en el ambiente cómodo de nuestro hogar, y aun así estamos en el desierto. En algún sentido, fue más doloroso que la muerte de las gemelas o los estragos de la artritis. 

Me sentía más confundido de lo que nunca había estado desde que comenzara a seguir a Cristo. No podía explicar a otros lo que me ocurría, porque no podía explicármelo a mí mismo. Estaba ante una muralla insuperable. No tenía dónde ir, no tenía salida, estaba completamente desprovisto de discernimiento o de rumbo. Y lo más difícil de todo era la aparente falta de comunión con Dios.

Mi vida de oración cambió de manera considerable durante este período de desierto, y estuvo marcada por reiterados episodios de llanto y de angustia. Con frecuencia hablaba intensamente con el Señor durante horas. Cuando intentaba explicarle a otros de qué se trataba, el mejor ejemplo en el que podía pensar era el del apóstol Pablo. En Colosenses 2:1, Pablo se refirió a la gran “lucha” en la que participaba a favor de los cristianos en Colosas y en Laodicea. 

Usó la palabra griega agon, de donde proviene nuestra palabra agonía. Pablo se refería a su intercesión agónica por los de Laodicea. Este solo versículo ofrece un atisbo de lo ardua que puede ser la tarea de oración. ¿Cuál es la ocasión más reciente en la que describirías a tu oración como en agonía? Y si estás dispuesto a humillarte aun más, ¿cuándo fue la última vez a la que te referirías a tu intercesión por otros con la descripción de “en agonía”? Y si puedes empequeñecerte por completo, ¿cuándo fue la última vez en la que tu oración a favor de aquellos a quienes no conoces podría describirse como agónica? Pablo aún no conocía a los de Colosas ni a los de Laodicea, pero ya estaba comprometido en oración agónica a favor de ellos. Más aun, Pablo ofrecía esta intercesión mientras estaba prisionero en Roma. 

En mi caso, no he alcanzado todavía de manera constante estos dos últimos niveles de oración sacrificial, pero la verdad es que mi vida de oración se volvió agónica y prolongada. No sé qué significó para Jacob luchar con Dios y no hubo en mi caso un síntoma físico, pero lo que yo percibía era que estaba luchando con Dios. En lugar de ser el Paracleto o el Ayudador, Dios parecía un oponente. En lugar de auxiliar o de animar, me tenía contra el piso, como rechazándome, y eso no me gustaba nada.

Parte del sufrimiento de esta etapa provenía de lo que otras personas me decían sin darse cuenta, aunque yo sabía que Dios lo entendía. Como ya dije, mi hermano nos había construido una casa hermosa, imaginada en parte con la perspectiva del nacimiento de las gemelas. Los amigos nos felicitaban por la casa y comentaban cuánto nos había bendecido Dios. En lo profundo yo sentía agitación. No quería la casa: quería a las niñas. La gente que me había visto inválido y me veía meses más tarde caminar y hasta correr nuevamente, alababa a Dios en mi presencia por su maravillosa fidelidad al restaurarme. 

Una vez más me invadía la artera puntada de la tristeza. No deseaba caminar; deseaba predicar, y sabía que Dios lo entendía. De manera similar al escenario de la artritis, esta fue mi rutina durante meses. Oraba por algo, y Dios me daba exactamente lo contrario. Dios nos sostuvo y proveyó para nuestras necesidades materiales, pero no fue así con los deseos íntimos del corazón. Las oportunidades del ministerio se desvanecían delante de mis ojos. Los estudiantes a los que había enseñado durante los años previos me llamaban o escribían con entusiasmo acerca de su primera asignación pastoral, su destino en la misión o su ministerio de enseñanza. 

Me compartían las cosas importantes que estaban haciendo y luego me agradecían la influencia que había sido en sus vidas. Aunque me complacía saber de ellos, y me alegraba haber cumplido algún papel en su crecimiento espiritual, no alcanzaba a comprender por qué Dios había dejado de usarme. No se trataba de que yo fuera mejor que ellos; era solo que Dios me había usado antes y ahora había decidido no hacerlo. 

Tenía la sensación de que me había olvidado por completo. Mientras mis estudiantes trabajaban en sus nuevos ministerios, yo estaba en el banco y miraba cómo se me escapaban las oportunidades a las que había aspirado. Con frecuencia las referencias que daban de mí eran tan favorables que parecía imposible que no me extendieran una invitación para servir en esos lugares. A pesar de mis avales, las oportunidades se evaporaban. Yo regresaba a orar en agonía en el fondo del pozo, preguntándome por qué Dios no tenía misericordia de mí y me rescataba de la desesperación.

Aunque no los culpo por esto, una de las cosas más difíciles de soportar durante el desierto fue concurrir a distintas iglesias, especialmente aquellas que se consideran “sensibles a las personas que están en una búsqueda”. Lo más difícil eran las “canciones de alabanza”: designación errónea, porque la mayor parte de ellas son canciones acerca de nosotros mismos y acerca de lo que nos proponemos hacer para Dios (“Proclamamos que el reino ha llegado …” “Seguiré a Jesús …” “Seré fiel a Cristo”), en lugar de expresar quién es Dios y qué hizo él por nosotros. Observaba a la congregación que cantaba con entusiasmo acerca de la experiencia cristiana y de su buena disposición a tomar la cruz y seguir a Jesús. 

No se preocupaban por el sacrificio, pues tenían la victoria asegurada, y se gozarían en la presencia radiante de Dios cada día de su vida. Me quedaba pensando: “Ustedes no saben lo que dicen; simplemente no lo saben”. Escuchaba prédicas que exhortaban a las personas a aceptar a Jesús. “Él les dará una alegría inefable. Sentirán continuamente su amor y su presencia. Nunca más volverán a sentirse solos. Jesús los guiará y les dará el rumbo que ahora no tienen. La vida tendrá sentido, plenitud y alegría … lo único que deben hacer es entregar su vida a Jesús y caminar con él”. Yo me sentía interiormente desgarrado. 

No es que fuera incorrecto lo que decían, sino que era incompleto. Yo estaba caminando con Jesús, pero los elementos de los que ellos hablaban estaban ausentes en mi vida, y yo no entendía por qué. Pensaba en lo hermoso que sería volver a ser un bebé en Cristo, solo para experimentar de una manera nueva la presencia y la gracia de Dios, pero no entendía por qué se ocupaba menos de aquellos que habían estado caminando con él durante años.

Una y otra vez regresaba al aislamiento de la oración. Con frecuencia repetía: “No entiendo, no entiendo”. Como padre, tengo una relación profunda y feliz con mis hijos. Eso despertaba en mí una intensa congoja. Sé que las Escrituras enseñan que Dios es nuestro Padre celestial amoroso. Sin embargo, aquí estaba uno de sus hijos clamando reiteradamente con desesperación … pero Dios no respondía. “Señor”, le dije, “tú eres mejor Padre que yo. Tú eres mi modelo en todo lo que soy como padre: amor, sostén, seguridad, disciplina, protección y estímulo. Todo lo aprendí de ti. Pero no recuerdo una situación en la que hiciera lo que tú estás haciendo ahora. No apartaría a un hijo, mostrándole desinterés cuando me buscara. No te maldeciré, y tampoco negaré que eres mi Señor y mi Dios, pero no me gusta lo que estás haciendo. Yo no trataría a mis hijos de la manera en la que me estás tratando. No entiendo. No entiendo”.

A esta altura de mi intensa lucha interior, la institución donde antes enseñaba me invitó a predicar en la capilla. Hasta una semana antes de la fecha, todavía no tenía la menor idea de cuál sería el contenido del mensaje. De alguna manera vino a mi mente el texto de 1ra. Pedro 5:10: “Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca”. 

Apenas unas semanas antes mi familia y yo habíamos sobrevivido un huracán que produjo grandes daños en el condado y en toda la región. Yo sabía que las cuatro palabras usadas por Pedro para describir lo que Dios se proponía hacer comunicaban reconstrucción y restauración, y en algunos casos la posibilidad de rehacer algo que hubiera sufrido una devastación total. “Señor”, pregunté, “¿qué puedo decirle a esta gente? Creo en ti y en tu Palabra, y sé que esto es verdad, pero por el momento no puedo presentar este pasaje como una experiencia propia”. La situación me molestaba enormemente, porque por primera vez predicaría acerca de algo que no estaba totalmente convencido sucedería, y el remordimiento de hipocresía me enfermaba.

Golpeado, herido, cansado y desalentado, me sumergí en la Palabra de Dios. No me dispuse a preparar un sermón o a escribir un libro: me lancé a buscar respuestas de Dios y de su Palabra, en un intento de encontrar algún sentido a los últimos tres años de andar con él. Como ocurre casi siempre con Dios, lo que encontré excedió mucho más allá de lo que yo esperaba o imaginaba. Más que responder a mis preguntas, Dios respondió a mi corazón. 

Entonces, de manera paciente y amorosa curó mis heridas, tal como esperaríamos que hiciera el Buen Pastor. Comparto a continuación algunas de las lecciones que me enseñó. Por momentos me mostraba lento y poco dispuesto para aprender. Estas lecciones no son imprescindibles para todos, más bien están pensadas para aquellos que están luchando con el sufrimiento en algún área de la vida, especialmente con la dolorosa perplejidad de por qué Dios permitiría tanta miseria, cuando sabemos que podría solucionarla en el momento que quisiera. La expectativa es que nos de una nueva percepción de la inmensurable gracia de Dios, mientras él usa el sufrimiento para acercarnos a él y para conformarnos cada vez más a la imagen de Cristo. 

En esencia, estas lecciones nos confirman la verdad de que Dios es Dios, y que él tiene todo bajo control. No importa cuán largo sea nuestro caminar con Dios, es imposible quedarse al margen de esta doctrina esencial; Dios no lo permitiría. Si este escrito le ayuda a usted o a alguien que usted conoce a sobrellevar los tiempos difíciles del sufrimiento, o los tiempos más difíciles del desierto, entonces habrá valido la pena. Lo invito a acercarse con el corazón y con sus heridas. Pero no necesita traer la copa: Dios tiene una para usted.


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